Otro país al que da miedo ir… a muchos… ¿Miedo? Sí, mucho. Una vez más a que te sonrían, a que te inviten a un café, a que quieran compartir contigo su humilde casa, a estar SOLO en las ruinas de Meroe… El miedo de muchos se convierte en el privilegio de unos pocos. Ciertamente las noticias que vienen bajo el nombre Sudán son todas estremecedoras y así ha sido hasta hace poco la historia de un país que se ha partido en dos: Sudán y Sudán del Sur. La peor parte se la ha llevado el vecino del sur, desangrado en luchas tribales y matanzas por religión. Allí quedó también lo poco de la vida salvaje que ha logrado sobrevivir a tanta masacre. Sudán se quedó en paz, menos Darfur, al oeste, una región brutal a la que no se puede ir. También quedaron en Sudán la confluencia de los míticos Nilo Blanco y Nilo Azul y los restos de Nubia.
Más pirámides que en el mismo Egipto, pequeños templos en un paisaje africano y nuevamente el absoluto privilegio de no compartirlo con nadie. Dos mil turistas al año quiere decir que es muy fácil no encontrarse con ninguno. En más de un lugar tuvimos que retirar la arena con las manos para llegar a ver un relieve que llevaba semanas sin ser admirado por nadie. Voy a Sudán pensando que me voy a encontrar con una versión más modesta de Egipto y no es así. Sudán es claramente África, su paisaje es africano y muchas de sus gentes son ya africanas.
Con Egipto comparte un río inmenso, parte de la misma Historia y la religión. Sudán fue una tierra cristiana, con unos reinos cristianos con nombres tan evocadores y sonoros como Makuria, Nobatia y Alodia. El Islam no se impuso por las armas sino que fue una sustitución lenta y paulatina de una religión por otra mediante el comercio y los matrimonios mixtos. Sudán, como Egipto, es un don del Nilo. O de dos Nilos: el Blanco, ancho y perezoso, que llega desde el Lago Victoria y el Azul, oscuro de sedimentos y más potente de caudal, que nace en las montañas de Etiopía. En Jartum, la capital, confluyen los dos y fluyen varios kilómetros sin querer mezclar sus aguas. Seis cataratas y varios miles de kilómetros le quedan todavía hasta llegar al delta y al Mediterráneo. De las 6 cataratas, en realidad unos rápidos que estrechan el cauce y dificultaban la navegación, quedan ya sólo 3, anegadas las otras por las distintas presas que domestican al Nilo en los dos países.
El desierto es omnipresente también en Sudán, con partes muy áridas y partes con una vegetación rala, con acacias africanas y una curiosa planta rastrera que tiene un fruto parecido al melón. Pero por muy duras que sean las condiciones de vida, allí encontramos a los pueblos nómadas, que viajan de pozo en pozo con sus rebaños de dromedarios y cabras, viviendo como lo llevan haciendo desde hace miles de años. Sólo sus móviles nos recuerdan que vivimos los tiempos que vivimos. El desierto de Bayuda, cobijado por la gran curva del río, es de origen volcánico y en su paisaje contrasta la arena dorada con los restos de los negros volcanes. Aparte del paisaje y los monumentos, lo mejor de Sudán son sus habitantes, siempre simpáticos, siempre contentos, siempre generosos. Son la prueba de que no hace falta tener mucho para saber sonreír y ser feliz. Toda una lección para Occidente… El hasta ahora escaso contacto con los extranjeros hace que no estén maleados y que reciban al visitante con una hospitalidad llena de curiosidad y nula presión al turista. Nadie pide, nadie vende. Sólo quieren fotos y conversación y el fútbol se convierte en el verdadero “esperanto”. De España no se conoce ni a Cervantes ni a Goya, sino al Real Madrid y al Barcelona, a Cristiano y Messi.
Si no hubiera venido hasta aquí podría haber seguido creyendo que Sudán era un país amenazador y peligroso, totalmente vetado al turismo. Y nada más lejos de la realidad: Sudán tiene alicientes más que suficientes para convertirse en un destino para enamorar a todo aquel que quiera creer que el mundo es un lugar bastante más grande que lo que se nos cuenta.
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